Un espacio donde el arte pueda ocurrir de una manera aún no institucionalizada no sólo es un bien difícil de encontrar en la mayor parte del mundo, sino que también es una criatura muy nerviosa y siempre exigente con vida propia. Exige alquiler, impuestos, programación, wi-fi, cervezas, música, pintura, conexiones eléctricas dudosas y otras formas de trabajo amateur. Sobre todo, el llamado “espacio independiente” exige que la gente lo habite constantemente. Los geógrafos Ash Amin y Nigel Thrift describen los lugares como momentos de encuentro en contraposición a sitios perdurables: “no tanto como ‘presentes’, fijos en el espacio y el tiempo, sino como eventos variables; giros y flujos de interrelación”. Esta sensación de flujo y torsión recorre Bisagra como un hilo invisible. Articula subjetividades, historias, espacios y lenguajes, además de inundar casas y cambiar comunidades. Como espacio y colectivo, Bisagra es a la vez un contenedor material y un territorio afectivo para que el arte y el discurso sucedan y pasen de una voz única y estancada a una multiplicidad de voces enredadas que se mueven en todas direcciones.

En en Rachael Rakes y Jo-Lene Ong (Eds.), Practice Space, De Appel, Amsterdam, 2019.