Importa cómo se nombra un museo. Hay museos que se nombran por su alcance geográfico, otros por su contenido, por su temporalidad, por su disciplina o especialidad o por el nombre de una persona que los define de alguna manera. Importa porque aunque sea una herencia, una imposición decimonónica, aún hoy determina usos y gestos, determina modos de actuar y expectativas a cumplir. Un museo nacional, por ejemplo, puede ser, entre otras cosas, un reservorio, un depósito de una cantidad indefinida de millones de dólares con el potencial de ser utilizado como moneda de cambio. Esto fue lo que ocurrió cuando en la navidad de 1980 en el Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina (MNBA) fueron robados un grupo de cuadros y objetos del acervo. Pero, ¿puede uno robarse a uno mismo? En aquel entonces el propio gobierno impuesto por la dictadura cívico-militar (1976-1983), al mando del Comandante Jorge Rafael Videla, organizó, o acaso simuló, un robo de 23 obras al patrimonio del MNBA. De acuerdo a la hipótesis más difundida, las obras robadas fueron luego intercambiadas por armas en el mercado negro de Taiwán, con el objetivo de financiar lo que quedaba de la dictadura militar y, posiblemente, lanzarse a la guerra de Malvinas. Así, las obras, pinturas y dibujos del impresionismo francés y algunos objetos chinos, provenientes de la colección de la familia Santamarina se transformaron en un peligro capaz de financiar las atrocidades que cometía el gobierno de facto en aquel entonces. Un patrimonio nacional es peligroso, un museo nacional que está dispuesto a sostener ciertos valores es un peligro latente, y pensado desde su valor económico, es un museo que puede financiar una guerra.
En Concreta, n15, primavera 2020, Madrid.