“El hogar permea cada tendón y cada cartílago de mi cuerpo”, escribe Gloria Anzaldúa, mientras reflexiona sobre la imposibilidad de cumplir con las exigencias de tener una identidad única e indivisible. Habla de traiciones —grandes y pequeñas—, de fronteras y de cuerpos divididos, de las violencias propias y ajenas, la pertenencia y el tironeo del adentro y del afuera. En la obra de Flor Alvarado, la casa se expande y crece dentro del cuerpo, o quizás crecen juntos; es difícil distinguir dónde termina uno y el otro comienza. Con ellos, se amplifican también las tensiones y los conflictos.
Sus dibujos despliegan una estética de la exuberancia y el exceso: cuerpos desbordantes y sensuales; quirquiñas que, contra todo pronóstico, crecen en las grietas de las paredes de ladrillo; construcciones premeditadamente inconclusas que se proyectan hacia el cielo impulsadas por la pura voluntad de seguir creciendo. En estas imágenes, Flor evoca memorias de su infancia y la política de la abundancia que emana de Alasitas y el dios Ekeko: esa tradición de modelar en miniatura del objeto del deseo para materializarlos. Sin embargo, aquí, la tradición y la inscripción de pertenencia a una cultura se enredan con la ambición, la energía de una sexualidad descorsetada y la convergencia entre el deseo y el derecho, para derramarse más allá de la norma.
De este encuentro, donde las múltiples identidades que habitan el cuerpo se tensionan y confunden, emerge una resistencia crítica. En sus símbolos anida un conjunto de anhelos potencialmente revolucionarios, precisamente por estar “mal” posicionados frente a un status quo cada vez más violento. Lo que surge, en oposición a la violencia, es una ontología blanda: un espacio donde el cuerpo y los objetos que lo rodean conspiran contra los estereotipos y los caminos trazados para ellos, abriéndose paso a fuerza de una fantasía sexy y juguetona de la que nace la mujer ladrillo.
La casa de muñecas —objeto fundamental que anuda la fantasía con el acto de construir, diseñado para operativizar los estereotipos y orientar los deseos desde la infancia—irrumpe con ímpetu antimelancólico para expresar la búsqueda de una espacialidad propia. Hecha de plástico rosa y reluciente, ocupa el centro de la escena sobre el piso de tierra del hogar de la niñez, encapsulando no una aspiración domesticada, sino un deseo disruptivo. Su reproducción sobre el papel, es una respuesta afectiva al mundo, una inversión de los códigos de la conformidad que expone las trayectorias históricas de la negociación frente a los obstáculos materiales y el “reparto de lo sensible”.
En los dibujos de Flor, el exhibicionismo del cuerpo-casa deja al descubierto un espacio para la vulnerabilidad: no como un gesto de desamparo ante la violencia, sino, por el contrario, como una forma de resistencia. Sus formas exhuberantes —quizás excesivas para ciertos modos dominantes de expresión—, libres de retoques o filtros, exhiben una ruptura con lo que Rey Chow llama “la mimesis coercitiva”, ese mecanismo que estructura la realidad para lxs sujetxs racializadxs exigiéndoles una performance de autenticidad imposible: “Si ya es difícil para una persona étnica imitar perfectamente al hombre blanco, más lo es imitarse a sí misma”, escribe Chow. Frente a esta demanda, Flor exhibe las particularidades de su manera de estar en el mundo y construye, con moños y ladrillos, una casa de muñecas a medida de su propia subjetividad.