Sergio Avello (Mar del Plata, 1964 – Buenos Aires, 2010) vivió el arte como una forma de estar en el mundo, de encontrarse con la belleza de la cotidianeidad, como una búsqueda de placer y vinculación con los otros. Sergio Avello: joven profesional multipropósito recorre la carrera de Avello como artista, pero también da cuenta de un universo mayor en el que la música, la noche y los amigos se entrelazaron con la práctica artística en fiestas, muestras y recitales en el Club Eros, en discos como Cemento, Garage H, Rainbow, en la terraza de Fundación PROA y hasta en una estación de tren.
En 1983, a los diecinueve años, Avello llegó a Buenos Aires y desde ese momento en adelante fue nómade de por vida. El movimiento incesante fue una estrategia de supervivencia que se convirtió también en forma de trabajo que produjo obras trasportables y cadenas de trabajo descentralizadas. Su primer destino en Buenos Aires fue La Zona, un enorme y húmedo sótano/taller, que Rafael Bueno compartía con Alfredo Prior, Martín Reyna y José Garófalo, entre otros. En medio del desborde pictórico de los años 80, Avello ejercía un estricto “mínimo preciosista”. Su práctica retomaba el minimalismo de Prior de los años 70 y arrastraba las influencias del marplatense Pablo Menicucci. Avello hizo del arte preciosista y decorativo un culto, mientras todo a su alrededor era puro acontecimiento pictórico.
Avello parecía venido de otro planeta: joven, pulcro y minimalista. A pesar de las diferencias estéticas, se integró sin esfuerzo a esa comunidad que surgía desde el under. Desde fines de los años 80 Avello se lanzó por completo a la liviandad de lo que él llamaba decorativo, rompió con las prerrogativas intelectuales de la pintura que lo rodeaba, y puso en escena una nueva sensibilidad, que en los 90 se extendería a toda una escena de cual Avello, sin embargo, se apartaría.
La pintura de Avello es una pintura de la superficie, de hedonismo cromático, de fascinación táctil. Un bucear en sus infinitas posibilidades, con sus materiales y sus herramientas como únicos aliados. Avello usaba los colores como versos que componen una poesía: se sostienen los unos a los otros, el primero anuncia al siguiente y así sucesivamente, en una cadencia a veces arrulladora, a veces llena de estridencias. Cada obra es un estímulo a los sentidos, parte de una atmósfera liviana que no debe ser confundida con inocencia ni frivolidad. Avello decía que “una obra de arte bien puede ser fumar y mirar el cielo”. Efectivamente, sus pinturas son un acto de percepción.
La crisis que hizo temblar al país en 2001 resonó en muchos artistas como un llamado a la acción. A partir de ese momento, la abstracción lúdica de Avello se convirtió en la abstracción de los símbolos de la patria. Avello, como siempre, optó por la vía tangencial: la bandera argentina se repite una y otra vez, en cuero, en corderito, en esmalte, en tubos de luz, como una canción que Avello no pudo sacarse de la cabeza. Aparentemente frívolo y nada sutil, el gesto es cien por ciento mordaz. Las banderas exudan el tono irónico del artista, cuyo compromiso político fue siempre elusivo. Avello nunca fue partidario de las causas ni de sus relatos, pero a su manera logró vehiculizar la temperatura del país.
Avello expresaba lo que estaba en el ambiente, reaccionaba a cada estímulo con gestos expansivos en los que confluían disciplinas, personas y lugares. Como un dj en una pista de baile, Avello creaba comunidades efímeras.
Programa público: Avelove, una obra de teatro de Analía Couceyro.