Solemos imaginar el fondo del océano como un abismo eternamente oscuro, desprovisto de luz, y por extensión, de vida. La biología escolar nos enseña que todo ser vivo depende del sol para sobrevivir; así, cualquier ser que habite esas tinieblas parece pertenecer forzosamente a otro mundo. Un mundo, cuando menos, alienígena. Es como si las profundidades del mar estuvieran en Marte y no a pocos kilómetros de la costa. De hecho, hasta que en 1876 los científicos del HMS Challenger demostraron lo contrario, se creía que la vida más allá de los 550 metros de profundidad era simplemente imposible.
La vida submarina empezaría a revelarse como algo más que un conjunto de criaturas preservadas en formol veinte años más tarde, cuando el biólogo Louis Boutan —pionero de la fotografía—, capturó la primera imagen subacuática. Obsesionado con obtener un registro fiel de sus inmersiones en busca de moluscos, Boutan ideó una cámara capaz de resistir a la presión y de compensar la ausencia de luz solar. La primera imagen, tomada a 50 metros bajo la superficie del mar, muestra un cartel en el que se lee claramente: Photographie Sous-Marine: una tautología visionaria. Sus fotografías posteriores lograron capturar y popularizar paisajes de flora y fauna entrelazadas, hasta entonces inimaginables. A partir de ese momento, ver bajo el agua se volvió una fascinación popular y motivo de investigaciones científicas, tecnológicas y estéticas que alimentaron el imaginario del progreso.
En 1934, por ejemplo, el naturalista norteamericano William Beebe descendió 923 metros a bordo de su batisfera —una especie de pequeño submarino unipersonal— sumergiéndose hasta donde, según él, solo los muertos se habían descendido. Una vez fuera del agua, Beebe escribió: “Fuimos los primeros hombres vivos en contemplar la extraña iluminación: y era más extraña de lo que cualquier imaginación pudiera concebir. Era de un azul translúcido indefinible…”. Su prosa cromática amplió los límites de la representación del mundo marino, transformándolo, en el imaginario colectivo, en algo digno de protección.
Casi un siglo después, el océano se ha convertido en un territorio en disputa: un abismo oscuro, aunque ya no impenetrable, sujeto a los designios del tecno-capitalismo. Las fotografías de Boutan y de Beebe son turbias y brumosas, no por una falencia técnica, sino porque capturan la densidad de la “nieve marina”: esa suspensión de sedimentos orgánicos vital para la supervivencia de todo ecosistema acuático. En cambio, a medida que aumentan, cada vez a mayor velocidad, los efectos del calentamiento global, las imágenes de divulgación oceánica reducen en igual proporción la vida submarina a especímenes solitarios y carentes de toda agencia, que flotan en una oscuridad vacua y artificial. En la actualidad, la nieve marina ha sido erradicada de nuestro imaginario, arrasando a su vez con la complejidad de los ecosistemas marinos: reduciendo las profundidades a una terra nullius lista para la conquista.
Picorocos
Hace tiempo que Aurora Castillo mira también bajo el agua. Empezó mirando muestras en un laboratorio, antes de sumergirse en la costa chilena con un equipo de científicxs. Esta trayectoria —de la mirada y del cuerpo— se entrelaza con la genealogía de imágenes submarinas iniciada por Boutan, y hoy organiza sus investigaciones dedicadas al estudio de la vida acuática: sus ecologías, lenguajes, comunidades y devenires en la crisis planetaria actual.
En esta exposición, Aurora hace uso de las tecnologías de la imagen para interrogar las metodologías de la ciencia y la industria en la exploración de suelos y ecosistemas marinos. A través del video, la fotografía y la escultura, reconfigura y manipula las representaciones generadas por esos sistemas visuales para tejer una narrativa que entrelaza investigación científica, poéticas acuáticas, sonidos y especulaciones abisales.
En Picorocos, su primer trabajo audiovisual, indaga en las formas de percepción y comunicación de los crustáceos cirripedios que le dan nombre a la obra. Estos organismos crecen y se reproducen sobre rocas, ballenas, cascos hundidos, cables de fibra óptica y hasta en las plataformas de extracción offshore. Desde la quietud que implica su asentamiento, interactúan con el mundo a través de una única abertura: un ojo-boca que filtra el plancton que los alimenta, detecta superficies donde adherirse y percibe cambios de luz que desencadenan su reflejo de sombra. Detecta, además, la invasión de microplásticos que flotan en el agua y las cámaras que los observan.
Al igual que en sus esculturas —donde propone ensamblajes materiales para nuevas formas de existencia—, Aurora adopta en esta obra una mirada turbia, deliberadamente enrarecida, que busca alternativas más-que-humanas al ecocidio neocolonial. Sus picorocos encarnan modos de existir, conocer y comunicarse que desbordan las epistemologías antropocéntricas y sus representaciones de la vida acuática. Nos confrontan con el abismo profundo y oscuro de lo desconocido.
Si las primeras fotografías submarinas revelaban una ecología enmarañada suprimida luego por el marketing corporativo, Picorocos recupera y profundiza esa complejidad en la imagen de ecosistemas acuáticos devenidos paisajes industrializados. La obra especula sobre los encuentros entre criaturas abisales y los dispositivos tecnológicos que las rodean —cámaras, robots, infraestructuras extractivas—, interrumpiendo la imagen de un flujo marino sereno y apacible, indispensable para sostener la ideología económica de la explotación.
En Sombras verdes bajo el agua, Aurora parte de imágenes tecno-científicas para crear un coro de voces y miradas alteradas, que navega entre el registro biológico y la ficción especulativa. Ensaya, así, una hidro-política que revela encuentros simbiótico y solidarios (aunque también tóxicos y agresivos), que demandan una redefinición urgente de la agencia material del agua y de nuestro vínculo con ella.